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Channel: Vocablos olvidados – Laboratorio del Lenguaje
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Rogativa

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Todos los estudios “de audiencia”, tan en boga, lo confirman: los espacios televisivos más seguidos por los espectadores, de cualquier nivel y condición, son los de información y previsión meteorológica. Siempre ha existido ese interés aunque, claro está, en cada época a su modo. De mirar las nubes, olisquear los vientos y hasta escrutar el vuelo de las aves, hemos pasado a cambiar de un canal a otro del televisor según cuál nos merezca más confianza. De escuchar la experiencia de los mayores o el toque de las campanas rurales (“a nublado”, “a granizo”…), a oír mientras cenamos la voz de una atractiva locutora o ver los movimientos en el vacío de algún meteorólogo dicharachero y jovial. Poco nos importa en realidad que mañana llueva, nieve, relampaguee o sople un viento de los que arrancan las veletas; poco salvo que ese mañana se nos pueda torcer un plan de ocio. Saber y comentar el tiempo que hace o que hará tiene hoy poca importancia para las gentes urbanas que somos mayoría y, sin embargo, sigue siendo un socorrido tema de conversación cuando no se sabe de qué conversar; sobre esta costumbre “social” recomiendo la lectura o relectura del clásico El mono desnudo de Desmond Morris.

Si conocer la predicción climática se ha convertido, pues, en un hábito más, qué decir de la creencia en las posibilidades de cambiar ese pronóstico a nuestro favor. La fe absolutamente ciega en la naturaleza y en las leyes que la rigen, y que en su mayoría desconocemos como ignoramos la voluntad de otros poderes preternaturales, hace que renunciemos de antemano a semejante idea aunque a veces ya nos gustaría. En este sentido y durante muchos siglos estuvo vigente la utilización de la rogativa. El DRAE la define como “oración pública hecha a Dios para conseguir el remedio de una grave necesidad”. Por Galicia, como nos cuenta Álvaro Cunqueiro en sus maravillosos cuanto hoy olvidados libros, hasta no hace mucho en las iglesias de la Costa de la Muerte y de la Mariña lucense se seguía, por rutina, claro, rezando aquella letanía ancestral: “De furore normanorum liberanos Domine” que impetraba la ayuda divina contra las incursiones viquingas. Pero el término de “rogativas”, así, en plural, estaba casi limitado a la petición de lluvia en periodos de sequía o de su cese en temporadas de agua sin descanso. Hoy las “rogativas”, salvo en su acepción jurídica bien distinta, han pasado no ya a la historia sino al arrinconado arcón del folclore. Sin embargo, algunas predicciones de la muy científica meteorología no me parece que fallen menos que las viejas procesiones.

José Ignacio de Arana


Perder el oremus

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No es ésta una locución que hoy se utilice en el lenguaje común o coloquial y sólo aparece muy ocasionalmente en conversaciones un poco redichas o con tintes arcaizantes. Y, sin embargo, fue durante mucho tiempo una frase corriente que no necesitaba grandes explicaciones para su comprensión por el hablante y por el escuchante. “Perder el oremus” vale por perder el juicio o la cordura, empezar a hacer cosas raras, volverse loco y frecuentemente por olvidar la idea de lo que se iba a hacer o decir. No está muy claro en los distintos lexicones el origen de la expresión, pero en todos se menciona al menos su relación con la palabra latina oremus, “oremos”, repetida varias veces en el Ordinario de la misa y en otras liturgias cristianas como invocación inicial para que los participantes en las mismas se incorporen a una oración determinada. Quien no estaba, por cualquier causa que alterara su capacidad de atención, vigilante a las palabras de la celebración, se perdía en su transcurso y desconectaba de la actitud de religiosidad del resto de los que asistían al rezo o al rito; es decir, se “alienaba” de la comunidad. De ahí, en una sociedad en la que tales reuniones y formalidades eran no sólo una costumbre devota sino una obligación comunitaria, pasó quizá la fórmula de “perder el oremus” a designar la conducta de algunos individuos en las actividades que transcurren fuera de los muros del templo religioso.

En nuestros días y en nuestro oficio sería posible recuperar la expresión para señalar a aquellos sujetos que en el curso de una exposición pública, sea ésta una conferencia, una comunicación en un congreso o una clase, pierde el hilo de lo que venía diciendo y o bien desbarra por caminos que nada tienen que ver con aquello o se pierde en disquisiciones innecesarias y farragosas que desfiguran el mensaje y hacen difícilmente soportable su audiencia. ¿Ha presenciado el lector alguno de estos casos? No se dé, pues, al “oremus” un sentido religioso sino el de una apelación a estar atento a lo que se va a decir; eso sí, tanto por parte de quien ha de escuchar como de quien se propone decirlo.

José Ignacio de Arana

La monda

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En el amplísimo grupo de las palabras polisémicas de nuestro idioma esta de monda tendría un lugar especial por lo distantes que nos parecen sus significados en el habla. Según el DRAE varias de las acepciones del vocablo hacen referencia al acto de eliminar una porción innecesaria o molesta de algunas cosas, como la cáscara de ciertas frutas o las ramas superfluas de los árboles. Otra hace mención de monda como “locución verbal” de “parecer extraordinario en buen o mal sentido”. Hasta aquí, diríamos, que esos significados son usados de forma natural por más que la mayoría ignore su origen en el latín mundare, limpiar, purificar, y mundus, limpio o curioso. En cuanto a lo de “ser la monda”, ni el María Moliner ni el casi exhaustivo libro de José Mª Iribarren El porqué de los dichos, nos aclaran la procedencia de tal expresión que, sin embargo, no parece extrañar al común de los hablantes en español.

Pero hay otra monda que ya se sale del entendimiento ordinario aunque su uso esté arraigado en el lenguaje y tenga una significación bien precisa incluso entre cierto léxico administrativo. Es la que recoge la cuarta acepción del Diccionario: “Exhumación hecha en un cementerio en el tiempo prefijado, conduciendo los restos humanos a la fosa o al osario”. Todos los asuntos relacionados con la muerte y el destino de los muertos, y no me refiero a las “postrimerías” de las que nos habla el Catecismo, suelen provocar un rechazo casi supersticioso entre las gentes de normal conversación, que somos casi todos. Unamuno hablaba de “corrales de muertos” para referirse a esos cementerios castellanos rodeados de un ominoso muro de adobe o de mampostería en el mejor de los casos. Ante su vista, o ante la de las grandes necrópolis urbanas, siempre asoma al pensamiento la idea de que hay allí muchos más muertos que habitantes vivos en la localidad a la que pertenecen. Y aunque no sea una idea que brote espontánea y con naturalidad, es comprensible la necesidad de que periódicamente se proceda a esa labor de monda que también se denomina, con un término no menos eufemístico, “reducción de restos”. O eso o la tierra entera no daría de sí para tanta sepultura. Lo que nos lleva a pensar, con cierto pesimismo antropológico y ya puestos en esta tesitura un tanto macabra, que el descanso eterno de ellos ayer, de nosotros mañana, no es la tumba cuidada y venerada sino la más prosaica fosa común.

José Ignacio de Arana

RAE poética (I)

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Dudaba, la verdad, si encuadrar esta columna dentro de la sección «Curiosidades médico-lingüísticas», o tal vez en «Humor y lenguaje»; pero finalmente me he decantado por darle cabida bajo «Vocablos olvidados», porque fundamentalmente de eso trata.

El grupo RAE poética es un tuitexperimento de Molino de Ideas (a partir de una idea de Xosé Castro) que difunde sus hallazgos a través de la cuenta @raepoetica de Twitter. Ellos mismos se presentan así: «tuiteamos definiciones extravagantes, divertidas, poéticas y WTF del DRAE». Y es que, en efecto, durante sus ya más de tres siglos de vida, el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española (RAE) ha ido acumulando en sus páginas infinidad de palabras que ni siquiera muchos hablantes cultos conocen:

chimpilinearse: entregarse con ardor al trabajo.

dingolondango: expresión cariñosa, mimo, halago, arrumaco.

filático: que emplea palabras rebuscadas y raras para exhibir erudición.

ilécebra: halago engañoso, cariñosa ficción que atrae y convence.

lelilí: grita o vocería que hacen los moros cuando entran en combate o celebran sus fiestas y zambras.

nefelibata: dicho de una persona: soñadora, que anda por las nubes.

oíslo: persona querida y estimada, principalmente la mujer respecto del marido.

zurumbático: lelo, pasmado, aturdido.

En ocasiones, lo que sorprende no es tanto la palabra en sí —que a veces también—, sino el propio concepto que designa. ¿O no es verdad, lector, que ignoraba usted que en español tuviéramos palabras para dar nombre a conceptos tan insólitos como los que siguen?

amarillo: adormecimiento extraordinario que los gusanos de seda, cuando son muy pequeños, suelen padecer en tiempo de niebla.

encubar: meter a los reos de ciertos delitos, como el parricidio, en una cuba con un gallo, una mona, un perro y una víbora, y arrojarlos al agua.

imbunche: ser maléfico, deforme y contrahecho, que lleva la cara vuelta hacia la espalda y anda sobre una pierna por tener la otra pegada a la nuca.

maquech: escarabajo sin alas que se lleva sobre la ropa vivo, atado con una cadena, como si fuera un broche o prendedor de adorno.

samuelear: dicho de un hombre: contemplar o tratar de verle las partes sexuales o los muslos a una mujer.

sorrabar: besar a un animal debajo del rabo.

También puede ocurrir que lo llamativo sea el modo de definir en sí, por aquello de que «la palabra definida no puede entrar en la definición». Tengo la impresión, por ejemplo, de que un alumno de primaria se ganaría un suspenso si en los deberes de lengua entregara definiciones como estas que ofrece la RAE en el diccionario normativo:

comido: que ha comido.

cominear: entretenerse en cominerías.

manumisor: persona que manumite.

rimbombante: que rimbomba.

Y en ocasiones sucede, por supuesto, que el lector de cultura media —o más que media— no se aclara ni con la palabra que busca ni con la definición que encuentra en el diccionario:

aonio: beocio.

chinchorro: red a modo de barredera y semejante a la jábega, aunque menor.

coscojo: agalla producida por el quermes en la coscoja.

enjundia: gordura que las aves tienen en la overa.

feminela: pedazo de zalea que cubre el zoquete de la lanada.

hemorroo: cerasta.

jujear: lanzar el ijujú.

pelantrín: labrantín, pegujalero.

tojino: taco de madera que se clava en los penoles de las vergas, para asegurar las empuñiduras cuando se toman rizos.

trasfollo: alifafe que se forma en el pliegue o parte anterior del corvejón.

¿Verdad que en casos como estos la RAE parece ejercer una lexicografía más poética (o desopilante) que funcional? Los amantes de las palabras y definiciones estrafalarias o estrambóticas encontrarán más ejemplos abracadabrantes en la página recopilatoria de RAE poética, que a buen seguro habrá de dejar a más de uno zurumbático perdido.

Fernando A. Navarro

Continúa en: «RAE poética (y II)»

RAE poética (y II)

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Si, como veíamos la semana pasada, la Real Academia Española (RAE) se vuelve a menudo poética, bucólica, elegíaca, épica, lírica e idílica con las voces del lenguaje general, ni que decir tiene que lo mismo ocurre cuando se ocupa de recopilar y definir las voces de la medicina.

Copio a continuación docena y media de vocablos médicos recogidos en la última edición del Diccionario de la lenguaje española, con la definición que para ellos da la RAE. Me apuesto un pincho de tortilla a que prácticamente ningún médico español contemporáneo conoce la mitad de ellos:

absterger: limpiar y purificar de materias viscosas o pútridas las superficies orgánicas.

angurriento: que orina frecuentemente.

apoyadura: raudal de leche que acude a los pechos de las hembras cuando dan de mamar.

azogado: dicho de una persona: que se azoga por haber absorbido vapores de azogue.

beborrotear: beber a menudo y en poca cantidad.

calipedia: arte quimérica de procrear hijos hermosos.

escomearse: padecer estangurria.

estipticidad: cualidad de estíptico. [Y estíptico: que tiene virtud de estipticar.] (Así definido hasta el año 2014)

genitura: semen o materia de la generación.

licnobio: dicho de una persona: que vive con luz artificial, haciendo de la noche día.

mador: ligera humedad que cubre la superficie del cuerpo, sin llegar a ser verdadero sudor.

pishishe: botella de forma especial que se usa para recoger la orina del hombre que guarda cama.

sicote: cochambre del cuerpo humano, especialmente de los pies, mezclada con el sudor.

somatología: tratado de las partes sólidas del cuerpo humano.

sopitipando: accidente, desmayo.

verija (o vedija): región de las partes pudendas.

zancajoso: que tiene los pies torcidos y vueltos hacia fuera.

zurruscarse: irse de vientre involuntariamente.

Fernando A. Navarro

Encalabrinar

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Estamos en un año en que son obligadas pero también gustosas las evocaciones cervantinas y quijotescas. Por eso traigo hoy al Laboratorio esta palabra que muchos lectores quizá no han oído nunca: encalabrinar. El DRAE la explica como ‘excitar’ o ‘irritar’ y añade que “dicho especialmente de un olor o de un vapor: causar turbación en una persona o en su cabeza.” Su etimología es algo complicada, procediendo del término ‘calavera’ para unos y de ‘cadáver’ para otros. En cualquier caso, alude a un olor fétido, extraordinariamente desagradable y que trastorna y amotina todos los demás sentidos de quien lo percibe.

En el capítulo X de la Segunda Parte del Quijote, el que Cervantes titula “Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos”, el hidalgo acude a socorrer a una aldeana, que Sancho le ha dicho que es la mismísima Dulcinea del Toboso aunque él sólo vea una mujer fea, malhablada y hasta agresiva. Ella se ha caído del jumento que montaba por un brusco movimiento que ha hecho el animal y el Caballero pretende auparla de nuevo siendo rechazado con violencia pero teniendo ocasión de acercar su nariz al rostro de la pueblerina. Luego le manifestará a su escudero, que no puede tener la risa por el episodio, lo que acababa de sentir:

Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma. ¡Oh canalla! —gritó a esta sazón Sancho—. ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha!

Alguna que otra vez a lo largo de sus aventuras se encalabrina nuestro héroe; por ejemplo en la aventura de los batanes cuando al buen Sancho, de puro miedo, se le afloja el vientre mientras se abraza a las ancas de Rocinante.

Y ya que estamos con don Quijote, no puedo renunciar a narrar un sucedido que, a su modo, también encalabrina el ánimo. En una encuesta de urgencia realizada entre políticos, incluido algún señalado ministro, se les preguntó por el nombre del hidalgo: ¡Ninguno supo decir que era Alonso Quijano! ¿De qué vale conmemorar efemérides si la cultura está a este nivel?

José Ignacio de Arana

Tema

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¿Puede considerarse ‘tema’ un vocablo olvidado cuando se usa en español casi a diario? Yo diría que sí, al menos en la acepción que a mí hoy me interesa, que es la psiquiátrica. «Cada loco con su tema», se oye decir con frecuencia; pero muchos ignoran que, en esa frase, la palabra ‘tema’ no hace referencia a un tema u otro, sino a una tema, voz femenina.

Así es; hasta su vigesimosegunda edición, el diccionario académico recogía numerosas acepciones de ‘tema’ como sustantivo masculino, bien conocidas, pero también una acepción que decía: sustantivo femenino, «idea fija que suelen tener los dementes».

Tan olvidada estaba ya por el hablante común esa tema de los dementes, que en octubre de 2014 la RAE le cambió el género gramatical. En la nueva edición del diccionario figura aún la acepción («idea fija en que alguien se obstina»), pero ahora ya con la marca de sustantivo masculino y la indicación «usado también como femenino». Y si cada loco con su tema, yo con la mía: seguiré usando esa tema, en la acepción psiquiátrica, con su género femenino tradicional, aunque sea el último loco que así lo haga en nuestra lengua.

Fernando A. Navarro

¿Dónde están los puericultores?

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Los medios de comunicación sanitarios se hacen eco repetidamente, y cada vez más, de un hecho que probablemente a la población de usuarios de la sanidad, que son o somos todos, le está pasando desapercibido: un número muy elevado de consultas de pediatría en atención primaria están siendo atendidas por médicos que carecen de la correspondiente especialización y que la suplen con la muy parcial de la titulación de médicos de familia. Las causas de esta situación son varias y no es este el momento ni el lugar de analizarlas todas pormenorizadamente. Baste decir que en mi opinión una de ellas es precisamente el auge de la superespecialización pediátrica. Siempre recuerdo la frase, atribuida a varios autores, de que el colmo de toda especialización es “llegar a saberlo todo… de nada”. El clásico título académico de pediatra-puericultor se ha sustituido hoy por el de especialista en “pediatría y sus áreas específicas”. ¿Dónde queda la “pediatría general”, lo que sería equivalente a la aún reconocida “medicina interna” para los adultos? Un médico que ha dedicado cuatro o cinco años de su formación MIR al aprendizaje de una de esas superespecialidades rechazará luego ir a ejercer aquella pediatría general en atención primaria; y seguramente no sería demasiado reprobable su actitud.

Pero lo que ahora me interesa más señalar es la práctica desaparición, tanto en la formación de pregrado como en la de posgrado, del concepto de puericultura, esto es, del estudio y cuidado del niño “sano”, de ese individuo en formación biológica, psicológica y social que no necesariamente tiene que padecer una enfermedad y al que hay que tutelar médicamente hasta que llegue a ser un individuo adulto. Existió en España un cuerpo, de gran prestigio académico y con amplia labor sanitaria, denominado de “médicos puericultores del Estado”, equiparable en muchos aspectos funcionales al de otros titulados superiores, con una función de control sobre las cuestiones que atañen a la infancia de toda la Nación. ¿Qué fue de ellos? Simplemente, que se declaró a extinguir en beneficio de la asistencia pediátrica individualizada. Así pues, hoy todos parecen saber de puericultura —aunque se sabe cada día más de pediatría que es tanto como decir que nadie sabe de la cuestión, pulverizada, disuelta y diluida. Triunfo, una vez más, de la titulitis que nos asfixia; perjuicio de los niños como estrato fundamental de la población. En efecto, patologías comunes o extraordinarias podrá haber muchas o pocas, pero niños lo hemos sido absolutamente todos.

José Ignacio de Arana


Dedo plesímetro

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Dos años atrás, comentaba en la bitácora que la palpación del pulso hace ya tiempo que dejó de ser un punto esencial de la exploración clínica para el ejercicio corriente de la medicina. Y si la palpación del pulso pasó ya a mejor vida, ¿qué decir, ay, de la percusión, la audición a distancia de los sonidos provocados al golpear o percutir un punto de la superficie corporal?

Si dejamos aparte el caso especial de la puñopercusión renal —aún usada en el diagnóstico inicial del cólico nefrítico— yo diría que pocos médicos jóvenes habrán empleado alguna vez la percusión inmediata o de Auenbrugger ni la percusión plesimétrica o de Piorry. Pero es que incluso su modalidad más corriente, la percusión digitodigital o de Gerhardt, se halla en vías de extinción. Los estudiantes de medicina la aprenden aún, y la practican de vez en cuando para valorar una hepatomegalia o calibrar un edema pulmonar. Pero son poquísimos, me parece, los que sabrían definir con precisión las cualidades —timbre, tono e intensidad— del sonido obtenido por percusión; identificar un timpanismo eskódico, un ruido en olla cascada o una resonancia anfórica; señalar en el tórax la zona de Traube y los campos de Krönig, o decir siquiera cómo se llaman los dos dedos que intervienen en la percusión.

Dos dedos, sí: el dedo percutor (tercer dedo o dedo medio de la mano derecha), que encorvado en forma de gancho golpea con su punta sobre la superficie dorsal de la segunda o tercera falange del dedo plesímetro o dedo interpuesto (dedo índice o medio de la mano izquierda, normalmente apoyado por la cara palmar sobre la superficie corporal).

Y si pocos médicos recuerdan ya el dedo plesímetro, menos aún habrán oído hablar, imagino, del plesímetro empleado para la vieja percusión instrumental, que todavía en el diccionario académico del 2001 aparecía definido así: «Instrumento, formado por lo común de una chapa, de marfil o caucho endurecido, sobre el cual se golpea con los dedos, o con un martillo adecuado, para explorar por percusión las cavidades naturales.»

Fernando A. Navarro

Palabrandom (I)

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En diciembre de 2013 se unió a Twitter la cuenta @palabrandom, una iniciativa que se presenta a sí misma en estos términos: «Tuiteamos palabras del DRAE al azar. Una cada hora. Enriquece tu español.»

Una palabra cada hora, sí: suman, pues, muchas palabras tuiteadas al cabo de los más de tres años que lleva activa la cuenta. Y entre ellas, como en botica, de todo hay. Con frecuencia se trata de palabras bien conocidas, del lenguaje corriente: acuarela, bacalao, caradura, hucha, intencionado, marinero, otorgar, regionalismo, rezo, torbellino, ver, zapato. De vez en cuando, no obstante, y con frecuencia mayor de lo que uno esperaría, Palabrandom nos sorprende a sus seguidores con voces ignotas, sorpresivas, singulares, extravagantes o de exótica sonoridad, que poquísimos hablantes cultos conocen; sigue una muestra:

almofrej: funda, de jerga o vaquita por fuera, y por dentro de anjeo u otro lienzo basto, en que se llevaba la cama de camino.

bululú: comediante que representaba obras él solo, mudando la voz según la condición de los personajes que interpretaba.

cacarro: agalla del roble.

chorroborro: aluvión de cosas inútiles.

erraj: cisco hecho con el hueso de la aceituna después de prensada en el molino.

esguazar: vadear un río o brazo de mar bajo.

firifiro: menudo, delgado, débil.

hápax: en lexicografía o en crítica textual, voz registrada una sola vez en una lengua, en un autor o en un texto.

infistiútico: engreído y petulante.

maniblaj: criado de una mancebía.

nomparell: carácter de letra de seis puntos tipográficos.

pampanada: zumo que se saca de los pámpanos para suplir el del agraz, porque casi tiene el mismo sabor.

profligar: sacudir, vencer, destruir, desbaratar.

tormentario: perteneciente o relativo a la máquina de guerra destinada a expugnar o defender las fortificaciones.

trafalmejas: dicho de una persona: bulliciosa y de poco seso.

velívolo: velero, que navega a toda vela.

zumbel: cuerda que se arrolla al peón o trompo para hacerlo bailar.

Ocurre en ocasiones que, leyendo la definición del término en el diccionario, la Real Academia Española (RAE) nos sorprende por su modo de definir; al aparecer la propia palabra definida en su definición, el verbófilo deseoso de aprender un vocablo nuevo mal apaga su curiosidad:

albayaldado: dado de albayalde.

aseladero: sitio en que se aselan las gallinas.

desbulla: despojo que queda de la ostra desbullada.

fratasar: igualar con el fratás la superficie de un muro enfoscado o jaharrado, a fin de dejarlo liso, sin hoyos ni asperezas.

pepenable: que se puede pepenar.

Llamativa es también, pese a no usar propiamente el lema en la definición, la que ofrece la RAE para sexcentésimo: «que sigue inmediatamente en orden al o a lo quingentésimo nonagésimo noveno». Llamativa, porque parece improbable que si alguien desconoce el significado de ‘sexcentésimo’ pueda saber qué es lo quingéntesimo nonagésimo noveno.

Y no rara vez sucede, incluso, que el lector de cultura media —o más que media— no se aclara ni con la palabra que busca ni con la definición que encuentra en el diccionario. A mí me pasó, por ejemplo, con estas dos lindas palabras que me descubrió Palabrandom:

jacalosúchil: cacalichuche.

melión: pigargo.

      O también con esta otra:

cobarcho: una de las partes de la almadraba, que forma como una pared o barrera de red, sostenida con corchos colocados en la relinga alta y por plomos o pedrales en la baja.

Fernando A. Navarro

Continúa en: Palabrandom (y II)

Palabrandom (y II)

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Les contaba la semana pasada que la cuenta @palabrandom tuitea cada hora una palabra extraída al azar de las casi cien mil que contiene el Diccionario de la lengua española de la RAE en su última edición. De cuando en cuando, por supuesto, la palabra seleccionada de forma aleatoria es médica y bien conocida: cirugía, curar, fiebre, hiperactivo, hospital, sacárido, síncope, tuberculoso, xeroftalmía. Cuando así sucede, el médico no aprende gran cosa, y únicamente se verá sorprendido si la RAE aporta una definición que parece escrita por Maricastaña en el Siglo de las Luces o por ahí:

legaña: humor procedente de la mucosa y glándulas de los párpados, cuajado en el borde de estos o en los ángulos de la abertura ocular.

Cuando yo más disfruto, no obstante, es en los casos en que el azar de @palabrandom me hace llegar vocablos médicos que desconocía y me llevan, unos, de viaje con la máquina del tiempo, y otros, a cavilar y meditar si no podrían todavía resultarnos de utilidad a poco que los médicos nos decidiésemos a revivirlos. Es el caso, por ejemplo, de esta treintena larga de voces que he ido descubriendo en el transcurso de los últimos meses:

achipilarse: dicho de un niño: enfermarse al ser destetado por estar embarazada la madre.

aeronato: dicho de una persona: nacida en un avión o en una aeronave durante el vuelo.

alechigar: acostarse, meterse en la cama por enfermedad.

alfaquín: médico.

aporretado: dicho de los dedos de la mano: cortos y con más grosor del proporcionado a su longitud.

ardorada: oleada de rubor que pone encendido el rostro.

arguellarse: desmedrarse por falta de salud o mala alimentación.

atreguado: lunático.

caridoliente: que manifiesta dolor en el semblante.

cegajear: 1) tener malos los ojos; 2) ver poco.

charrasqueado: que tiene una cicatriz de herida con arma blanca.

desaojar: curar el aojo.

elijar: en farmacia, cocer una sustancia para extraer su jugo.

epítema: medicamento tópico que se aplica en forma de fomento, de cataplasma o de polvo.

espaldudo: que tiene grandes espaldas.

frental: frontal.

frentero: almohadilla que se ponía a los niños sobre la frente para que no se lastimasen al caer.

guarrido: llanto estruendoso de un niño.

herbolar: envenenar a alguien.

huélfago: enfermedad de los animales, que los hace respirar con dificultad y prisa.

jeme: distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo posible.

lacticinio: alimento compuesto con leche.

lujación: luxación.

malatería: edificio destinado en otro tiempo a hospital de leprosos.

nalgatorio (o nalgamento): conjunto de ambas nalgas.

ñoco: dicho de una persona: falta de un dedo o de una mano.

orificar: rellenar con oro la picadura de una muela o de un diente.

paladial: perteneciente o relativo al paladar.

premoriencia: muerte anterior a otra.

rayada: dolor penetrante.

sahornarse: dicho de una parte del cuerpo: escocerse o excoriarse, comúnmente por rozarse con otra.

soñarrera: somnolencia.

veraniego: dicho de una persona: que en tiempo de verano suele ponerse loco o enfermo.

zancajoso: que tiene los pies torcidos y vueltos hacia afuera.

Desde luego, muchas de estas palabras son como para quedarse zurumbático. ¿Zurumbático? Zurumbático, sí:

zurumbático: lelo, pasmado, aturdido.

Fernando A. Navarro

Alferecía

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Palabra en desuso pero con profunda raigambre en nuestra lengua española a la que llega desde el griego ἀποπληξία (apoplēxía, parálisis), a través, como tantas veces, del hispanoárabe alfaliǧíyya. En griego el verbo πληξία se refiere a la aparición de un brusco ataque paralizante, como “de golpe”, del conocimiento o de los sentidos del individuo. El DRAE define alferecía como “enfermedad caracterizada por convulsiones y pérdida del conocimiento, más frecuente en la infancia, e identificada a veces con la epilepsia”, lo cual desde el punto de vista médico es bastante ambiguo. Parece referirse a cualquier tipo de convulsión infantil, pero éste es un proceso, como sabemos, muy frecuente en la niñez y que engloba cuadros clínicos de muy diferente etiología, sintomatología y, desde luego, pronóstico. El clásico libro Méthodo y arte de curar las enfermedades de los niños (1600), del turolense Gerónimo Soriano, primer tratado exclusivamente pediátrico español, habla de “gota coral” cuando se ocupa del estudio de las que parecen ser convulsiones febriles, las más habituales a esas edades.

Pero la palabra ‘alferecía’ se hace extensiva en el lenguaje común a cualquier afectación súbita del estado de conciencia, independientemente de la edad, distinta del simple desmayo o mareo y que va acompañada de signos paralíticos en las extremidades o en los músculos faciales, con o sin movimientos convulsivos de alguna parte del cuerpo. Es sinónimo, pues, de lo que denominamos ictus apoplético, es decir, al originado por un accidente cerebro vascular agudo (ACVA), bien sea de etiología isquémica o hemorrágica, situaciones que no son precisamente muy habituales en la infancia.

Hay en nuestra lengua otra palabra que puede sonar parecida pero que tiene un origen y significado completamente distintos. El alférez, del árabe al-fāris (el caballero o el jinete) es actualmente el grado inferior de la oficialidad militar aunque originalmente era el encargado de portar en las batallas el estandarte del rey y capitanear sus ejércitos en la lucha. El Cid fue alférez del rey Fernando I de Castilla y luego del hijo de éste, Sancho II el Fuerte, al que asesinaron junto a las murallas de Zamora. La función de ese militar se denominaba también ‘alferecía’, con el mismo sentido que tiene ‘capitanía’.

José Ignacio de Arana

Valetudinario

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Es común escuchar que la sociedad habla de “nuestros mayores” casi como podría hacerse de “nuestras mascotas”, Muchas de las personas que se encuentran en la edad provecta —madura, entrada en años, la define el DRAE quizá se encuentren cómodas con esa titulación que parece llevar indisolublemente unido un afán de protección, aunque al mismo tiempo arrastra un deje de conmiseración de lástima. Otras, no. Es un tópico hablar de que la verdadera edad de un sujeto no reside tanto en sus arterias, sus articulaciones o determinadas funciones orgánicas como en la capacidad de su mente para adaptarse al ambiente y seguir realizando funciones intelectuales. En medicina vemos a diario pacientes con un estado de decrepitud que no corresponde a lo que señalaría un baremo, si es que existiese, establecido por el mero curso del calendario; y junto a ellos asistimos a la lucidez envidiable de otros que quizá caminen doloridos con el apoyo de un bastón. Proliferan los eufemismos para nombrar a quienes han sobrepasado unos límites de edad que cada vez se hacen más laxos precisamente o sobre todo por esa nuestra medicina. A estas páginas se han traído en ocasiones anteriores algunos de ellos como ese tan socorrido de “tercera edad” que posee los mismos tintes desdeñosos que el que he citado al principio de “nuestros mayores”.

Puestos a recurrir a términos que oculten, sin ocultarlo, el concepto más nítido de vejez, tan natural en la vida como los de niñez o adolescencia y aún gracias si se ha llegado a ella, propongo remontarnos a nuestra matriz latina y usar la palabra valetudinario (“dicho de quien sufre los achaques de la edad: enfermizo, delicado, de salud quebrada”, enseña la Academia). Para los romanos, la palabra procedía de la raíz vale, salud (recordemos como sus epístolas finalizaban con un “vale”, es decir un deseo de salud para el destinatario) y no iba necesariamente unida a la idea de senilidad. Y llamaron valetudinaria a sus hospitales, especialmente a los que se dedicaban a la atención de los enfermos del ejército, presente en todos los rincones del inmenso imperio. Adjetivar a un individuo o a una colectividad de ellos como valetudinarios me parece más airoso que hacerlo de las formas habituales mencionadas. El lenguaje ¡qué vamos a decir en un Laboratorio como éste! modula el pensamiento y recuperar vocablos olvidados es un buen sistema de higiene mental.

José Ignacio de Arana

Mirtiforme, pampiniforme, pisiforme…

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Todo médico sabría decir que el sufijo –forme, muy frecuente en los tecnicismos médicos, indica forma. Es fácil adivinar, por ejemplo, que las lesiones cutáneas del acné varioliforme recuerdan a las de la viruela (latín variola); que las células caliciformes tienen forma de cáliz o copa (latín calix, calĭcis); que la anemia falciforme se caracteriza por los eritrocitos en forma de hoz (latín falx, falcis); que la ranura cruciforme de un comprimido es la formada por dos ranuras perpendiculares en forma de cruz (latín crucis); que en la encefalopatía bovina espongiforme el tejido cerebral adopta aspecto de esponja; que el pulso filiforme tiene forma de hilo (latín filum), la fosa piriforme, forma de pera, y una excrecencia fungiforme, de hongo (latín fungus); que las pupilas puntiformes son pequeñas como un punto, la queratitis dendriforme tiene forma de árbol (igual que las dendritas), y el apéndice vermiforme recuerda por su aspecto a un verme o gusano. En cuanto al adjetivo de origen latino multiforme, indica multitud de formas variadas, exactamente igual que su sinónimo de origen griego ‘polimorfo’.

En otras ocasiones, sin embargo, seguimos usando en nuestro lenguaje especializado vocablos que en su momento tuvieron un sentido claro, ya caído en el olvido. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las carúnculas mirtiformes, los plexos pampiniformes, el huso pisiforme del carpo, el hongo Geastrum lageniforme y el útero incudiforme. En todos estos casos, la partícula –forme deja bien claro que tienen forma de algo, sí, pero ¿de qué exactamente?

Olvidamos ya, ¡ay!, que ‘mirtiforme’ expresa parecido con las hojas del mirto o arrayán (otra cosa es, claro, que todo médico haya visto alguna vez un arrayán u otra mirtácea); ‘pampiniforme’, con el pimpollo de la vid; ‘pisiforme’, forma de guisante; ‘lageniforme’, de botella, e ‘incudiforme’, de yunque.

Fernando A. Navarro

Mal de costado

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En muchos textos medievales, renacentistas y hasta de los primeros tiempos de la edad moderna —y no me refiero a obras médicas, sino literarias o históricas, se menciona que tal o cual individuo sufrió un “mal de costado” y se adjudica a este padecimiento casi siempre un pronóstico ominoso. Así, por poner un solo ejemplo, los libros y crónicas de su época nos cuentan cómo el rey Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca, enfermó en la ciudad de Burgos de “mal de costado” tras jugar un partido de pelota y murió a los pocos días, con lo que cambiaron los destinos de los reinos de España y con ellos los del mundo. Y ¿qué dolencia podía ser aquélla tan indefinida con ese nombre? Pensamos hoy que en la mayoría de las ocasiones se trataba de neumonías, seguramente con un componente pleurítico que marcaba la sensación dolorosa; en el caso de Felipe desde luego es lo más probable a juzgar por otros detalles de su evolución clínica que conocemos por los médicos que le asistieron en los pocos días que tardó en fallecer: fiebre, tos, etc. En otras quizá se diese ese calificativo a otras patologías torácicas entre las que se encontraran las cardiacas como el angor o el infarto agudo, aunque en éstas el dolor, más que “de costado” sería en la parte delantera del pecho. La semiología del momento no permite hacer más aproximaciones. En otros casos, los menos, se daba el nombre de “mal de costado” al dolor abdominal en uno de sus laterales, como en la apendicitis. Esta es la enfermedad que narra la célebre novela El médico de Noah Gordon como causante de la muerte de la madre del protagonista. Sin embargo, las citas que encontramos en la literatura no narrativa son atribuibles casi siempre a problemas pulmonares, utilizándose en cambio el nombre de “mal de ijada” para los dolores abdominales severos como los que pudiéramos achacar a cuadros de irritación peritoneal.

No debemos incomodarnos demasiado por el uso al parecer indiscriminado de una terminología tan poco “específica”. Nosotros, médicos del siglo XXI, seguimos utilizando y escribiendo voluminosas monografías sobre lo que llamamos sin empacho “abdomen agudo”, expresión que acoge en su seno una amplísima serie de patologías, que casi siempre exigen tratamiento quirúrgico, aunque luego etiquetemos cada enfermedad con el máximo detalle que nos permite nuestro conocimiento actual.

José Ignacio de Arana


Jofaina

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Una de las formas más eficaces de conocer la evolución cultural de los pueblos es pasar revista a los utensilios más comunes en la vida cotidiana en cada uno de los tiempos. Si para lavarnos las manos, la cara o los dientes abrimos con un gesto despreocupado el grifo del lavabo varias veces al día, puede resultarnos chocante y hasta estrambótica la contemplación de uno de estos utensilios que, sin embargo, no faltaba en ningún hogar, del acomodado al más humilde, hasta hace tres o cuatro generaciones: la jofaina (del árabe aljofaina, pequeña escudilla), asimismo llamada palangana (palabra de origen latino y complejo recorrido semántico). Se trata, definen los académicos, de una “vasija en forma de taza, de gran diámetro y poca profundidad, que sirve principalmente para lavarse la cara y las manos”; naturalmente, y esto no lo explican, previo depósito en ella de agua procedente de una jarra que siempre hacía pareja con la misma; hasta se diseñó un mueble, el “palanganero”, de múltiples y a veces extravagantes trazas para su colocación. El verla hoy nos habla, quizá mejor que muchos otros objetos, de un cambio radical en las costumbres, algo tan drástico, tan arrinconado en los recovecos de la memoria pero tan significativo como la llegada del agua corriente a los hogares.

Variante de la jofaina o palangana es la bacía, recipiente generalmente metálico, con una escotadura en el borde, que los barberos de antaño usaban para humedecer la cara de los clientes antes de aplicarles el jabón para el rasurado. Es un utensilio cuyo destino hubiese sido también desaparecer de la memoria viva, recluido en uno de esos museos de aperos populares, junto a manceras de arado, trillos y bieldos de las eras o calientacamas de largo mango y recipiente de cobre para las brasas. Sin embargo, no ha sido así porque su forma está asociada a la imagen de Don Quijote que usaba una sobre su cabeza, creyéndola el mítico Yelmo de Mambrino, que obtuvo como botín tras una de sus aventuras en la que luchó contra un asustado barbero que iba tan tranquilo en su mula por los caminos manchegos. La bacía y las desvencijadas armas del hidalgo forman así parte de uno de los principales iconos de nuestra cultura. Con parecido destino, el de ajustarse a la curvatura de alguna porción del cuerpo, sobre todo la cara, evitando que los líquidos se derramen, se diseñaron ciertas bateas de forma arriñonada que todavía están en uso para curas de enfermería.

José Ignacio de Arana

Rene

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Directamente tomado del latín ren, renis, la palabra rene es en español un arcaísmo médico con el significado de ‘riñón’, aún recogido en el diccionario académico, pero con marca de desusado. Yo lo creía ya abandonado en español desde hace más de un siglo, por lo que me ha sorprendido verlo usado en la novelita El enfermo (1943), donde Azorín escribe «mal de rene» en referencia a una nefropatía. Por el contexto, percibo que ‘rene’ era ya en esos años claramente un arcaísmo, pero bien conocido aún entre los médicos españoles de mediados del siglo XX.

Fernando A. Navarro

Mirra

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Festejamos hoy la Epifanía del Señor, tras la mágica Noche de Reyes, con la visita de tres de los personajes más conocidos de la historia sagrada. En los evangelios, solamente Mateo los menciona de forma vaga: «cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén» (Mt 2, 1-2). Solo eso sabemos: unos magos de Oriente; pero la tradición apócrifa y popular ha prevalecido, y hoy cualquier niño y adulto en España sabe que no solo era magos o sabios, sino también reyes; y que no eran «unos», sino exactamente tres: Melchor, Gaspar y Baltasar (este último, además, negro y procedente de África). Lo que sí nos cuenta también Mateo es que eran tres los presentes que llevaron ante el pesebre: «al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje; luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 11).

El oro sigue siendo, hoy como ayer, el metal precioso por antonomasia, símbolo de riqueza y objeto generalizado de codicia. El incienso está menos presente en nuestras vidas, pero mantiene su simbolismo como resina sagrada. Quemar incienso, de fragante humo, es un símbolo de adoración divina común a múltiples civilizaciones: egipcia, judía, china, japonesa, maya, azteca. Y sigue usándose ampliamente en los templos y ritos budistas, ortodoxos y católicos.

La mirra, en cambio, me temo que es ya entre nosotros un vocablo prácticamente olvidado, que solo una vez al año recordamos cuando llega el 6 de enero, pero que casi nadie sabe para qué sirve o sirvió alguna vez. La mirra se obtenía practicando, después de la época de lluvias, una incisión en el tronco de un arbusto oriundo del noreste de África y la península arábiga, que hoy llamamos precisamente Commiphora myrrha: su corteza exuda una gomorresina amarga y aromática, de color amarillo, que aún se emplea como antiséptico en enjuagues bucales y dentífricos. En la antigüedad fue muy valorada como componente para la elaboración de perfumes, ungüentos, medicinas, anestésico para moribundos y condenados a muerte, tinta para papiros…, y también para embalsamar a los muertos.

Quizá por eso la tradición popular afirma que los magos regalaron al Niño oro por Rey de Reyes, incienso por Hijo de Dios, y mirra porque, además de Dios, es también hombre mortal, destinado a morir por todos nosotros.

Fernando A. Navarro

Aleluyas

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“Nace en la Alcarria famosa / muy rolliza y muy hermosa”; “Un mozo de la botica / por ella se mortifica”; “Para huir de la lisonja / pretende meterse monja”; “Es de virtud un portento / y al fin muere en un convento”. Son detalles de la Vida de una criada de servir.

En El corazón de un bandido vemos cómo el protagonista, que ha tenido un hijo fuera del matrimonio con su amante debe enfrentarse a su progenitor, pero “Al verlo el padre, se enoja, / va, y en la inclusa le arroja”; claro que al final, tras muchos avatares todo terminará bien y “Margarita a Pedro abraza / y alegre con él se enlaza”.

Éstos son ejemplos de aleluyas que, así en plural y según nos enseña el diccionario de la RAE en su décima acepción son “cada una de las estampas que, formando serie, contiene un pliego de papel, con la explicación del asunto, generalmente en versos pareados”. Una forma muy rudimentaria, de autor anónimo y difusión al más puro rasante de lo popular, de narrar historias generalmente de asunto dramático y también por lo común de desenlace feliz y moralizante. Son los conocidos como “pliegos de cordel” que recorrían pueblos y ciudades llevados por un relator, muchas veces ciego (¿no lo era también Homero?) o al menos tullido, que se ganaba pobremente la vida con este oficio errabundo reuniendo aquí y allá a su alrededor a gentes sin posibles pero con expectación e infinita credulidad. Lo que luego hará el cine —y la película Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore es un maravilloso cántico a este arte— lo hacían desde muchísimo antes las aleluyas, y a las filigranas del lenguaje usado por esos escritores desconocidos debemos sin duda rendirle un homenaje quienes disfrutamos de la lengua y le otorgamos el infinito valor de medio de comunicación por encima de cualquier otro.

En este Laboratorio se ha tratado en alguna ocasión de la rima como sistema de enseñanza y aprendizaje eficacísimo en las primeras etapas de la educación infantil. Pues ahora traslademos ese mismo argumento de los niños a poblaciones adultas —hoy inimaginables en nuestro ambiente social— con un similar nivel de formación. Los sin duda en su mayoría ripiosos pareados de las aleluyas, con sus no menos ingenuos dibujos ilustrativos, cumplieron una meritoria función y abrieron los ojos de la imaginación, los que más vale la pena tener abiertos, a muchos de nuestros trasabuelos.

José Ignacio de Arana

Prez y baldón

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La fama no es lo mismo que la popularidad. Una diferencia que seguramente debería de estar clara para cualquiera, pero que no lo está para casi nadie. En nuestra época ambos conceptos se confunden, diluyéndose hasta perderse el primero a favor del segundo en la opinión de una gran parte de nuestra sociedad. Y es difícil deshacer ese revoltijo mental cuando a la popularidad, en palabras de Warhol, podemos aspirar todos al menos durante quince minutos de nuestra vida. La pregunta que hace cualquier persona que acaba de ser entrevistada, soltando posiblemente una sandez o una insustancial respuesta, en algún vano programa de televisión, ¿y esto cuándo lo ponen?, es una muestra muy significativa de esa confusión conceptual. Pero lo cierto es que la búsqueda de la popularidad, aunque sea de minutos de duración, es capaz de llevar a los individuos a cometer toda clase de disparates y desaguisados. Por otro lado, las celebridades que lo son por razones de poco peso específico, como pueden ser los deportistas —Marañón tildaba al deporte como “el esfuerzo inútil”—, los cantantes de moda o los integrantes de grupos sociales involucrados en confusas relaciones interpersonales, arrastran tras de sí una admiración acrítica que conlleva en quien les ve un deseo de imitación en sus formas de actuar. Más la popularidad es casi por definición efímera y sus protagonistas se sumen enseguida en el olvido con tristes ribetes manriqueños:

¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención
como trujeron?

Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras,
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras?

Por el contrario, la fama, el prestigio cimentado sobre hechos memorables que han supuesto algún beneficio para el común de las gentes o han representado un acontecimiento que de un modo u otro modifica la vida de éstas, es perdurable aunque se oculte entre la niebla de la memoria colectiva donde tantas cosas se esconden al recuerdo. Para cuando tal hecho ha tenido la consideración de glorioso, la lengua castellana tiene una palabra, prez, quizá tan en desuso como el concepto al que alude. Mientras que para la deshonra que cae sobre quien ha faltado al deber moral que en algún momento se puso frente a él hay otro vocablo igualmente singular en nuestro lenguaje: baldón. Parece que hablamos de libros de caballería, pero ahí están las palabras; ¿seguirán estando también sus referentes?

José Ignacio de Arana

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